domingo, 12 de febrero de 2017

EL CAMINANTE...





Se reía de todo y de todos, de la vida, de la locura, de la soledad, de la muerte...
No se dejaba conocer fácilmente, ni tenía amigos de esos de toda la vida, de los que tienen antigüedad, ni los buscaba. 
Tan solo pasaba temporadas en unos sitios y en otros, sin compromiso, un día aquí, dos allí, una semana acullá y otra vez en marcha.

Aparentaba unos treinta y tantos y sus facciones eran agradables de ver, aunque no era lo que se dice guapo. No era ni alto, ni bajo, ni gordo, ni flaco, ni rubio, ni moreno.
Llevaba el pelo largo y desgreñado y sus ropas no respondían a moda alguna, cogía lo que se encontraba por ahí, lo que podía y se lo ponía, sin reparos, sin escrúpulos. Si era invierno pues intentaba agenciarse algo que le protegiera durante esos meses, porque no habría muchos cambios de ropa en ese tiempo, ni duchas que no fueran una lluvia que le cogiera desprevenido. Solía llevar abrigos de lana, gorro, guantes, botas militares, todo lo que le ofrecían le venía bien. No era exactamente un vagabundo, era, un caminante sin rumbo, un alma perdida a la que nadie encontraba, ni buscaba.

En su mochila llevaba metidos sus enseres de uso particular, era su compañera inseparable, negra, grande y ajada por el tiempo y el uso.
Hacía trabajos que ninguna persona del lugar quería hacer en los pueblos a su paso, recogía cartones, limpiaba estercoleros, cuidaba gorrinos en naves inmundas, vaciaba alcantarillas hediondas... y todo ello a cambio de lo que le ofrecieran, sin exigencias, sin contratos, le bastaba con sacar para comer  y buscar donde pasar la noche sin morirse de frío por las heladas. En algunos sitios ya le conocían de años anteriores y no le ponían pegas, sabían que no era conflictivo ni peligroso. Algunos le ofrecían cama y comida a cambio de su trabajo y él aceptaba de buen grado. Tenía buena conversación y sabía y entendía de casi todo. Contaba historias al anochecer al calor de la lumbre y sus historias dejaban embobados a pequeños y no tan pequeños que lo oían sin pestañear. Había recorrido casi todo el país, unas veces caminando largos trayectos, otras haciendo autoestop en carreteras casi desiertas, siempre en movimiento. No hablaba nunca de su familia, ni de su casa, nunca contó si tenía hermanos o si sus padres aún vivían.

Cuando empezaba a apretar el calor, se iba despojando progresivamente de la ropa que le iba estorbando, no guardaba nada, lo daba por inservible, lo tiraba y seguía su camino. Terminaba llevando un pantalón corto y una camisa, o cualquier camiseta de tirantes que encontrara al paso en cualquier tendedero al aire libre por donde pasara. Cuando se acercaba esa época del año, procuraba irse acercando a lugares de la costa, cerca de las playas y allí pasaba esa temporada. A veces se mezclaba con pandillas de surfistas en la playa, con hippyes que hacían vida en sus roulottes o incluso en tiendas de campaña y a los que se acercaba al caer la tarde con la escusa de echarse un cigarrito. Le era bien fácil que le hicieran un hueco entre ellos, le invitaban a participar de lo mucho o poco que tuvieran para cenar y terminaban tocando la guitarra alrededor de la hoguera...

Airam E. M.